Si viajas a Debrecen no sería de extrañar que en algún momento de tu estancia en la capital del condado de Hajdú-Bihar te realicen la siguiente pregunta:
¿Por qué has venido aquí? Estás en la gran llanura húngara, aquí no hay nada.
Para la gente acostumbrada a vivir aquí, la llanura más grande de Europa no tiene encanto ninguno, ni tan siquiera el parque nacional de Hortobágy, 730 kilómetros cuadrados de la nada, que dirían los locales, pero que es uno de los ocho Patrimonios Mundiales de la UNESCO en Hungría (la región vinícola de Tokaj es otro, por cierto). Aún así, no podía dejar pasar la oportunidad de realizar el puntual trayecto de unos 40 minutos en autobús desde Debrecen para ver con mis propios ojos la nada y tratar de escribir sobre ella.
Es cierto que la primera impresión no fue demasiado buena, de hecho, la primera palabra que escribí en mi cuaderno al llegar a Hortobágy fue desolador. A pesar de que el sol radiaba con fuerza en ese día de finales de octubre, la sensación de frialdad que transmitía el lugar y los tonos ocres de sus hierbas poco evocaban aquella comparación que el poeta húngaro Sándor Pet?fi hizo de este paraje con el mar, «sin límites y verde».
Aún así, detrás de la desolación sentía que se escondía cierto encanto, un encanto que sin duda no pertenecía en exclusiva al Kilenclyukú híd puente de piedra de nueve arcos que figura como elemento indispensable de una visita a Hortobágy en el poco material que puedes encontrar sobre esta región tanto en papel como en Internet y que para mí es más bien prescindible.
Afortunadamente pronto encontraría ese encanto oculto, gracias a un paseo en carruaje que me llevó a ver desde dentro todo aquello que Hortobágy esconde. Menos mal que la noche antes había conocido a una chica que trabajaba cuidando de las aves de la región y me habló de este paseo.
Tirado por dos caballos y guiado por István, un simpatiquísimo cochero gitano que hizo las veces de crítico fotográfico y de guía turístico con su nulo inglés y escaso alemán, el verde carruaje nos guió por la llanura en la que la nada se convierte en la cuna de una civilización entera y de una fauna particularmente especial.
No solo los amantes de la ornitología pueden disfrutar de la fauna de Hortobágy, son varios los tipos de animales, casi primitivos y exclusivos de este parque que pudimos avistar. Cerdos con el pelaje de una oveja, vacas con gigantescas cornamentas, ovejas con retorcidos cuernos, y unos caballos magníficos montados de forma estupenda por jinetes vestidos con atuendos tradicionales.
Qué forma más impresionante de dominar a un animal tienen estos jinetes, es inexplicable la sensación que se tiene al ver a una persona de pie, sobre los lomos de sendos caballos, cabalgando a gran velocidad mientras domina hasta a cinco ejemplares.
Una vez terminada la visita a Hortobágy me quedó la sensación de haber regresado de las estepas mongolas, que aún no conozco, pero las tradicionales viviendas repartidas por el parque natural, los jinetes y sus vestimentas, y esa sensación de frialdad que provoca la gran llanura me dejan muy claro el origen asiático de los magiares.
Me quedo eso sí, con dos espinitas clavadas. La primera, el no haber podido disfrutar de la comida tradicional húngara, en especial de los hortobágyi palacsinta (una especie de crepes de carne fantásticos y típicos de la región), cocinada en los fogones de su posada, Hortobágy Csárda. La segunda, que las caprichosas nubes que aparecieron al final del día me impidieran disfrutar de una puesta de sol que debe ser una maravilla, pues esta única foto que tomé lo deja bien claro.
Si alguna vez la nada mereció una visita es en el parque nacional de Hortobágy, no te lo pierdas si viajas al este de Hungría.