Desconocida aún para la mayoría de los hispanohablantes, escondida al noreste, en las antípodas de Europa con respecto a España, abusada por el turismo de los países nórdicos y favorita de la mayoría de los exploradores de los Bálticos. Tallin, la capital de Estonia, el cuarto destino de Vivir Europa me atrapó en 2015 y todavía no escapo.
En este artículo
Tallin ha sido un destino muy distinto a los tres anteriores de ésta que es a la vez mi bitácora y mi vida: la primera capital de país en la que vivo, el principal destino turístico de un país y la ciudad más poblada -si no contamos pedanías- con más de 400 mil habitantes. Tallin ha conseguido algo que solo una ciudad antes había conseguido en mi vida. Hacerme sentir en casa. Y por eso es mi hogar desde 2015.
Pero es que la vida en esta ciudad anclada al norte de Estonia, en el golfo de Finlandia, junto a una costa que cruceros invaden como antes hicieran barcos de guerra suecos o daneses, dista mucho de la vida que un español siente como suya. Es distinta tanto en los reservados y fríos inviernos en los que la luz natural se te escapa de las manos al menor descuido, como en los perpetuos días de verano en los que zombis cruceristas interrumpen tu deambular y tú refunfuñas pensando que están invadiendo tu ciudad secreta.
Estos muertos vivientes, guiados en muchas ocasiones por guías que perdieron ya el interés y que parecen almas en pena, se concentran casi exclusivamente en el centro histórico de la ciudad –Tallinna vanalinn-. Aquí vivo yo, gestionando el hostal más galardonado del país, Tallinn Backpackers, aún reticente, casi no aceptando que hasta el trayecto al supermercado más cercano se convierte diariamente en una aventura por las calles empedradas de un lugar perdido entre el siglo XIV y el XIX, Patrimonio de la Humanidad desde hace casi 20 años.
Caminando junto a murallas que trataron de defender este lugar durante más de 500 años de daneses, suecos, alemanes o rusos; tomando copas en bares situados en lo que otrora fueran casas gremiales; entregándome al asequible placer de la contemplación en rincones cuyo encanto no entiende de mega píxeles o filtros.
Más allá de las murallas Tallin muestra facetas que se escapan al viajero de un día, y que no voy a dejar que te pierdas. Rascacielos y arquitectura de vanguardia en su modesta versión estonia; barrios levantados en madera con mansiones codiciadas por las clases más altas de la ciudad; grandes extensiones de edificios de cemento idénticos entre sí, cicatriz de casi cincuenta años de pertenencia a la Unión Soviética.
Todo ello de fácil acceso mediante un decente transporte público que presume de ser gratuito para todos los residentes, delimitado en tres de sus puntos cardinales por el mar y embellecido aquí y allá por verdes parques de considerable tamaño.
Pero la variedad de Tallin no está sólo en su arquitectura, sino en sus gentes. Sólo el 55% de la población de Tallin es de etnia estonia, muy por debajo del 70% a nivel estatal, y en distritos como Lasnamäe -el más poblado de la ciudad- este número baja hasta el 27%, siendo rusa la mayoría. Varias decenas de miles de expatriados completan el variado espectro étnico de la ciudad.
Su popularidad en la región hace de Tallin una ciudad de fácil acceso con buses desde Riga, Vilna o San Petersburgo y transbordadores desde Helsinki y Estocolmo. Además, el hecho de que su aeropuerto esté a sólo cuatro kilómetros del centro histórico hace que se compensen los, en ocasiones, altos precios de los vuelos desde España a Tallin.
En definitiva, Tallin es una ciudad que me atrapó, me envolvió en un mundo de ensueño del que apenas acabo de liberar mis manos, un año después, pero de la que aún no puedo salir. ¿Por qué no viajas a Tallin y te dejas atrapar tú también?
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