San Petersburgo

Solaris lab, el café que me hizo querer vivir en San Petersburgo

noviembre 11, 2016 2776 views
Café y tarta en el Solaris Lab de San Petersburgo, Rusia.Café y tarta en el Solaris Lab de San Petersburgo, Rusia.

Mi primera vez en Solaris lab es el momento más místico que recuerdo en una cafetería. Casi no entro. Siguiendo las indicaciones de una amiga llegué al 18 de Pirogova. Un callejón sin salida. Allí un letrero que decía Silent Tea, nada de Solaris o de lab, junto a una puerta metálica. Todo cubierto por un manto blanco tras un día en el que no paró en ningún momento de nevar. Tenues luces amarillas iluminando la noche aunque eran las seis de la tarde. Abro la fría puerta de metal y me encuentro una sala oscura, con paneles de madera a un lado, pintura desconchada en las paredes, y mucha, mucha oscuridad. Ningún ruido parece esperar al otro lado de la puerta, y decido cerrarla. Estoy en Rusia, no quiero meterme en líos.

Entrada a Solaris Lab en San Petersburgo, Rusia.

Una mujer camina en dirección a mí, tiene que venir aquí, no hay ninguna otra puerta alrededor. Es joven, más joven que yo, le hablo en inglés directamente porque sé que lo entenderá. Le pregunto por Solaris lab, me dice que sí, que es ahí, que ella me llevará. Y yo le sigo. Le sigo por dos pisos de escaleras hasta que me hace cruzar una puerta y me dice, «continúa subiendo, allí encontrarás Solaris lab”, yo me quedo aquí, junta las dos palmas de la mano en saludo, sin llegar a decir Námaste. Yo no reacciono a tiempo y simplemente digo gracias.

La habitación en la que estoy tiene una guardarropía a mi izquierda, una sala tras unas cortinas a la que no accedo todavía (después vería que es el cuarto de baño). Se escucha música, una música que me hace sentir que entro en calor mucho más de lo que la calefacción había podido hacer. Hay un poco de chill out, de música ambiental, electrónica de salón, sonidos orientales, voces profundas y sensuales. Continúo subiendo, las escaleras ahora son de madera y crujen según las piso con mis botas medio cubiertas en nieve. Mi bigote y barba tienen trozos de hielo, como si me hubiese echado un mojito por encima. Las escaleras se terminan y aparece ante mí la más bella sala de un café que recuerdo.

Solaris lab en San Petersburgo

Bajo una cúpula geodésica acondicionada para no dejar pasar el frío de este noviembre bastante extremo que estamos viviendo en San Petersburgo se encuentra un espacio diáfano iluminado ocasionalmente por luces de neon. Por un momento, mientras trato de elegir mesa me da la sensación de que las personas que se encuentran ya en Solaris lab me saludan. Desde luego sonríen, pero ya no sé si fueron saludos o escuché voces que nunca existieron. Algunas sillas parecen demasiado endebles para mí, y elijo sentarme en un par de sofás enfrentados en el extremo opuesto a la barra. Luego me siento mal por ocupar un espacio para al menos cuatro personas y me muevo a la mesa contigua. Cada mesa tiene una lámpara de aceite que ilumina lo justo, como si no quisiese molestar con su luz a las mesas de alrededor. Dejo la mochila en una silla, me quito el gorro, que está empapado, los guantes, que están empapados y el abrigo. Sí, también empapado. Y me dirijo a la barra tras la que hay un par de chicos.

Solaris lab en San Petersburgo

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Su aspecto está a mitad de camino entre el hipster y el hippie. Algo hip, vaya. Lo que en la distancia me parecían menús resultan ser sólo cuadernos para que los camareros anoten las comandas. Pregunto, por pura educación, si el chico frente a mí habla inglés. Primero parece ofendido. Cuando me dice que un poco me doy cuenta que quizás estaba más decepcionado consigo mismo que ofendido conmigo. Nunca lo sabré.

Le pido un capuchino sin preguntar si lo tiene, oigo los ruidos típicos de una cafetera de bar. El clic del molinillo de café que deja que el café molido caiga sobre el portafiltro, la cafetera entrando en funcionamiento tras ajustar el portafiltro y pulsar el botón adecuado, y las primeras gotas de oro negro cayendo sobre una taza. Sé que tendrán capuchinos.

Hay dos trozos de tarta frente a mí, me pregunta el chico si quiero uno. Recuerdo en ese momento que no saqué dinero, me pongo a mirar en mi monedero. Pregunto si aceptan tarjeta y dice que sí, que pago de tarjeta a tarjeta. Muestro sorpresa, no sé de que habla. El capuchino vale 240 rublos y es gigante. El trozo de tarta 200 ó 240, según cuál elija. Tengo 440 rublos. Quiero tarta. Y además no tengo que elegir, pues ambas parecen geniales pero sólo puedo permitirme una. Pago y voy a coger el capuchino que acaban de poner sobre la mesa. Una camarera, a mi lado, y el chico tras la barra se muestran alarmados. «¡No! Te lo llevaremos a la mesa, siéntate.» Y me siento, sin saber qué hice mal, si era mi capuchino o el de otro, o si hay una norma del hinduismo que dice que cuando tienes una cafetería el empleado ha de que servir a la mesa.

Solaris lab en San Petersburgo

Vuelvo a la mesa y me doy cuenta de que a pesar de la nieve se puede ver el exterior a través de la franja de la cúpula que no está acolchada. El entramado de cristales triangulares de marco blanco deja ver una terraza cubierta por un manto de nieve fresca. Se ven altas mesas de madera y bancos igualmente altos recogidos junto a la barandilla de la terraza. Este lugar tiene que ser fascinante en una de esas noches blancas de verano. Al fondo, una cúpula es el único lugar que la continua nieve y la contaminación lumínica dejan ver. Se trata de la cúpula de la Catedral de San Isaac, que parece mucho más cercana de lo que mi caminata mi hizo pensar. O al menos eso creo, ahora me entran las dudas al pensar en la situación del templo y de esta terraza.

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En las otras dos mesas junto al cristal hay sendas parejas. No me extraña. La tenue luz, el ambiente tranquilo, la intimidad. Yo también llevaría aquí a una cita. Tenlo en cuenta si quieres invitar a alguien a un café. Además, aunque este lugar es bastante popular entre los locales, todo el mundo se ha sorprendido en las horas que han pasado desde mi visita cuando digo que fui allí yo solo. Como si fuese un sitio que un turista no debería conocer. Quizás sea así.

Una camarera con una corona iluminada con leds en su cabeza me trae el capuchino y la tarta. Tengo mis dudas sobre si es la misma chica que había en la barra, pues no me había fijado en la corona antes. Desde luego ese complemento es más hipster que hippie. Tenían que haber sido flores y no leds.

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Trato de tomar tantos vídeos y fotos como puedo, pero me siento bastante mal, como si estuviese molestando, como si faltase el respeto al lugar. Así que si no ves demasiado en este artículo, mis disculpas. Mejor vas allí y lo ves en persona. Mi capuchino tiene que ser al menos medio litro y me debe costar casi una hora beberlo. Estoy enviando fotos a amigos, escribiendo a todos sobre este lugar. Publico la composición de tarta, café y lámpara en Instagram sin apenas editar, porque es un fotón en sí mismo, pienso. Lleva 77 me gusta ahora mismo, no está mal para una mesa de cafetería en mi cuenta. Todo lo contrario, dobla a la otra publicación culinaria de San Petersburgo.

La deliciosa tarta de queso no dura una hora. Me recuerda a las tartas de queso españolas. Aquellas que mis padres compraban en el supermercado de vez en cuando y que me volvían loco. Nada que ver con las tartas de queso actuales, las realizadas con queso crema y con base de galleta y mantequilla. Me gustan ambas, pero la tradicional tiene ese punto de nostalgia que uno aprecia más con el paso de los años.

Me siento tan feliz en el tiempo que paso solo en mi mesa, junto a los cristales de esta cúpula geodésica, que no quepo en mi mismo, que me alegro de todo lo que he hecho en los seis años que llevo viviendo Europa. Que hasta me entran ganas de quedarme a vivir en San Petersburgo. Maldito visado ruso de sólo un mes. ¿¡Que hago sólo un mes en este país!?

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El tiempo comienza a apremiar, tengo una cita en una hora y media y aunque Google Maps dice que necesito sólo 21 minutos, Google Maps no tiene ni idea de lo que me cuesta caminar sobre la nieve, siempre con miedo de encontrar hielo bajo esta y tener que poner a prueba mi seguro médico de ocho libras. Me voy sin querer irme. Me voy jodido porque me voy. Me voy para volver, y también, ya de paso, visitar ese Silent Chill Tea que hay en el piso inferior, donde creo que mi heroína fue.

Solaris lab en San Petersburgo

Tomo las fotos de la escalera que ves para que sepas a qué me refería cuando decía que tenía mala pinta el lugar este. Pero no hagas la tontería de marcharte, como yo casi hice, no esperes a que alguien venga a salvarte y te lleve a la última planta de este edificio junto al río Moika. Visita Solaris lab en tu viaje a San Petersburgo. Y piensa en mí, porque me encantaría poder estar ahí también.

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