Este artículo pertenece a la guía de San Petersburgo de Vivir Europa.
Servidor es de la, quizás no muy popular, opinión de que el principal pero para muchas personas a la hora de viajar no es el dinero, sino el miedo. El miedo a lo desconocido, el miedo a tener que adaptarnos, miedo ser malentendidos o a no poder comunicarnos. Es una pena no cumplir tus sueños por miedo, pues éste es irracional, y por tanto no hay forma objetiva de acabar con él. Hoy quiero contarte una anécdota de mi viaje a San Petersburgo, de cómo el deseo por probar unos deliciosos y baratísimos bollos se impuso a mi cuasi nulo conocimiento de ruso, y cómo se puede usar la comunicación no verbal para salir del paso en más de una ocasión.
A veces pienso que el haber ido moviéndome de país en país, con poderes adquisitivos muy diversos, ha hecho que mi criterio se vuelva inútil para muchas cosas. Por ejemplo, ¿qué considerarías tú una comida barata? ¿Un plato principal por 10€? ¿Por 5€? ¿Por 15€? Está claro que mientras más barato, a igual calidad, mejor. Tan mal no estoy. Pero, ¿cuál es la línea que define para una persona normal (qué gracia me hace el uso de esta palabra) lo que es caro y lo que es barato? Sea cual sea esta línea, los donuts por ocho rublos (11 céntimos de Euro), son lo más barato que comí en San Petersburgo. Y además de estar deliciosos, me ayudaron a aprender a comunicarme en Rusia.
Los donuts rusos, que en San Petersburgo reciben el nombre de ????? (pronunciado pyshki), son una suerte de legado de la Unión Soviética. Al parecer, en los tiempos del telón de acero, tomar donuts con café o té era tan popular como los churros con chocolate en gran parte del territorio español. Hay cafeterías repartidas por la ciudad especializadas en preparar estos donuts, y algunas panaderías los hacen también.
El más popular de todos los lugares para comer pyshki está en una perpendicular a la Avenida de Alejandro Nevski, en el número 25 de la calle Bolshaya Konyushennaya. Pero yo, que no soy de elegir lugares muy populares, supongo que también porque miro la peseta, viví esta historia en una cafetería en la calle Kuznechnyy per. 8, a sólo unos pasos de la estación de metro de Vladimirskaya. Un gran cartel con un ocho formado por dos donuts indicando el precio por unidad me llamó la atención tanto que pronto estaba dentro de esta cafetería decorada en vivos, chillones colores.
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Mientras esperaba a que mis gafas se desempañaran, algo que se ha convertido en una constante en mi vida, observando el lugar, que estaba lleno, me di cuenta de que era el único extranjero. Dada la avanzada edad del personal parecía que no habría suerte a la hora de utilizar el inglés para comunicarme. «Qué tonto soy, con tantos rusos como he conocido en los últimos dos años debería saber al menos comprar unos donuts en el idioma, y no me sé ni los números…” pensé mientras mi turno se acercaba en la cola junto al mostrador.
Ayudándome de la bendita aplicación de Google Translate, y de esa funcionalidad de realidad aumentada que, utilizando la cámara del móvil traduce sobre la misma imagen un texto del idioma que quieras -ruso- al idioma que entiendas -inglés-, al menos sabía lo que toda esa apetecible bollería contenía. Más o menos. Pero daba igual porque yo había venido por los donuts, y donuts me llevaría.
No tardé en pensar en aquello que leí una vez de que el 80 (o quizás era el 90) por ciento de la comunicación es no verbal. ¡Vaya! Resultaba que si esto era cierto, hablaba uno 80% de ruso. Con un 80% de ruso quizás no podía discutir el divertido desarrollo de los personajes de la obra cumbre de Bulgákov, El maestro y Margarita, pero sí que tenía que poder comprar unos puñeteros bollos.
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Así que determinado a salir de allí con un buen puñado de donuts recién hechos por menos de medio Euro, me enfrenté a la dependienta con una gran sonrisa que se contagió en ella -los rusos sonríen, oiga- y una cara que seguramente decía en letras bien grandes “no tengo ni idea de ruso, pero quiero donuts”, porque apenas sonrió, la dependienta apuntó directamente a la montaña de donuts que los cocineros tenían escurriendo el exceso de grasa.
Para utilizar bien el lenguaje no verbal, hay tres elementos esenciales: los ojos, el cuello, y los dedos de las manos. Mi compañera en aquella vívida conversación había tomado el primer paso apuntando con una pinza de cocina a los donuts y yo di la réplica moviendo mi cabeza de arriba a abajo. Sé que me vas a decir que en tal país o tal otro hacer esto significa decir no, pero había que arriesgarse si quería salir victorioso y así lo hice.
Acto seguido, porque la cola seguía y no era plan de alargar esta entretenida conversación demasiado, molestando así a otros clientes, levanté mi mano, descubierta ya de guante y con todos los dedos extendidos salvo el pulgar, que cruzó la palma de mi mano de un extremo a otro indiqué la cantidad de donuts que pretendía llevarme. Al copiar mi gesto, la dependienta daba a a entender que hablábamos, obviamente, el mismo idioma (80% de ruso, recuerda) y que me había entendido.
La conversación seguía rápidamente, más y más profunda cada vez, pues antes de comenzar a servir mi pedido, me llegaba una nueva duda de manos de mi interlocutora. Su dedo índice, apuntaba al suelo. ¿Tomaría los donuts aquí? No hizo falta que dijese que no, aunque esta palabra sí me la sabía, sencillamente utilicé el mismo dedo que ella para apuntar a la ventana de la cafetería. Me los llevaba puestos, vaya.
Dejando el plato de papel destinado a los pedidos dentro de la cafetería y reemplazándolo por una bolsa de papel, los cuatro donuts cayeron, uno tras otro, ya eran casi míos. Pero tenía primero que elegir cómo tomarlos: «¿a pelo, o con azúcar glas?” No lo decía yo, lo decía ella sosteniendo un bote de azúcar en la mano. Así que asentí, porque yo quería tomar los donuts como los rusos toman los donuts.
Aprovechando esto, decidí que tampoco había que exagerar, que cuatro donuts ya eran una buena merienda. Con ambas palmas abiertas, puse mi mano izquierda sobre la derecha justo frente a mi pecho, y separé ambas, en direcciones opuestas. Eso era todo, y la dependienta asintió.
Llegaba el momento de pagar, y yo ya tenía los 32 rublos en la mano, sin necesidad de cambio, todo perfecto. Sólo temía que hubiese cargos extras que desconocía, por eso no me atrevía a dar el dinero, pero mi compañera de aventura tenía una solución muy sencilla. La misma calculadora que usaba para los pedidos más complejos de otros clientes, tras un par de teclas pulsadas, fue presentada ante mí con un bonito 32 escrito en su pantalla. Todo claro, di el dinero y con un ???????, ?? ???????? (spasibo, do svidaniya; gracias y adiós) me fui, con mis cuatro donuts, y la prueba de que, efectivamente, hablo un 80% de ruso.
Así que, la moraleja es, deja atrás el miedo, con una sonrisa y tus dedos a veces basta. Sólo, por favor, no muestres también soberbia, como mucha gente, que en lugar de agradecer que pueden usar las manos, se ofenden porque no hablan español en otros países. No hagas que te amarguen los donuts, ni le amargues los donuts a otros.
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